miércoles, 26 de agosto de 2009

El rescate final: palabras de esperanza para los momentos 
más oscuros. Por Mark A. Finley

Conocí a Bill hace diecisiete años, en 1991. Desde 
entonces, muchas veces hablamos de sus temas favoritos: la visión, el optimismo, la superación, la fe en Dios y la posibilidad de hacer una diferencia en este mundo. Los que conocíamos bien a Bill sabíamos que era un apasionado por la vida y por mejorar la de los demás, gracias a la suya.

En sus últimos meses de vida hablamos casi todas las semanas. En uno de nuestros diálogos, percibí que su enfermedad era terminal y que probablemente no viviría mucho tiempo más. La última conversación quedó grabada en mi mente para siempre. Hablamos del hecho que, en último término, Jesús triunfaría sobre los poderes del infierno y que la muerte finalmente sería derrotada.

Me gustaría mencionar aquí algunos de los pensamientos que compartí ese día con Bill, además de algunas reflexiones adicionales.

La muerte no es un misterio sin solución. No es un hoyo oscuro en la tierra. No es una larga noche sin mañana. Dos mil años atrás, Cristo enfrentó directamente a la Muerte en Persona y la venció.

En el curso de su ministerio, Jesús confrontó la muerte varias veces. Estas historias antiguas siguen teniendo gran valor aún en este siglo XXI y llegará el día en que destruirá a la muerte definitivamente. Ahora, más que nunca, esta verdad sigue siendo nueva, novedosa y no deja de transmitir esperanza y consuelo a las generaciones.

La muerte de Lázaro

Lázaro, el amigo de Jesús, desarrolló una repentina enfermedad y falleció poco después. En este relato se halla el versículo más breve de la Biblia: “Jesús lloró” (Juan 11:35). ¿Por qué lloró Jesús? Una lección que extraemos es que se identificó con el dolor que sentían María y Marta, hermanas de Lázaro. Sus lágrimas revelan a un Salvador que comprende nuestro llanto.

Jesús se identifica con nuestro dolor. Entiende nuestras aflicciones. Experimenta nuestra angustia. Sufre con nuestros sufrimientos. Es nuestro compañero en las tribulaciones. Cuando nuestro corazón está quebrantado, el suyo también se quebranta. Cuando sufrimos, él también sufre. Cuando María y Marta lloraron, Jesús también lloró.

¡Él comparte nuestras lágrimas!

Jesús no solo lloró, sino que también tuvo el poder divino de solucionar la muerte de Lázaro. Jesús le dijo a María: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40). Esas palabras llegan hasta nuestros días: Cree, y verás la gloria de Dios.

Seguramente no vi a Bill por última vez. En una tumba pagana de las catacumbas romanas, están grabadas las siguientes palabras: “Adiós mi amor, para siempre”. Por el contrario, las tumbas cristianas expresan palabras de esperanza. Nosotros podemos decir: “Adiós, hasta la mañana”.

Si creemos, nosotros también veremos la gloria de 
Dios. No hemos visto a nuestros seres amados por última vez. Una de las frases más poderosas de toda la Biblia es cuando Jesús exclamó a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera!” (Juan 11:43).

La muerte huye ante las palabras de Cristo; la tumba entrega sus muertos, Satanás tiembla, Lázaro se levanta a la vida, y la muerte es derrotada.

De esto podemos estar seguros: Jesús jamás ha perdido una batalla con la muerte. Tampoco perderá la batalla con la muerte de Bill. La resurrección de Lázaro es un anticipo de la resurrección de todos los creyentes, cuando el Señor venga.

El testimonio de Jesús

La resurrección de Cristo nos revela a un Salvador que tiene poder sobre la muerte, aun sobre la suya y que dice: “Yo soy... el que vive. Estuve muerto, pero vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y el Hades [infierno]” (Apoc. 1:17, 18). No tenemos que temer a la muerte porque Jesús tiene las llaves del sepulcro.

Acompáñenme al lugar llamado Calvario y a una colina llamada Gólgota, un viernes de tarde, dos mil años atrás. Fue un viernes muy oscuro. El sol retrajo su luz. Los truenos resonaron. Los relámpagos iluminaron el cielo. Ese oscuro viernes, Pedro negó al Salvador. Judas lo traicionó. Los judíos lo dejaron de lado. Los discípulos lo abandonaron y los romanos lo crucificaron.

Bajaron su cuerpo quebrantado y sangriento de la cruz. Y los discípulos perdieron todas las esperanzas.

Pero ese oscuro viernes fue seguido de una brillante mañana dominical. Jesús resucitó de los muertos. La muerte ha sido vencida. El enemigo, conquistado. Y el sepulcro ya no puede esconder a su víctima.

Y como Jesús vive, nuestros amados también vivirán otra vez.

Jesús vence a la muerte para siempre

La victoria de Jesús muestra a un conquistador que tiene poder duradero y definitivo sobre la muerte.

El apóstol Pablo habla de nuestra esperanza final en estas palabras: “El Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo. 
Entonces, los muertos en Cristo resucitarán primero. 
Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes 
para recibir al Señor en el aire, y así estaremos para siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16, 17).

Jesús volverá. El último enemigo será derrotado. La 
muerte desaparecerá para siempre. “Sorbida es la muerte 
en victoria. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, 
sepulcro, tu victoria?... Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” 
(1 Cor. 15:54, 57).

En mi último diálogo con Bill, hablamos de la eternidad. Hablamos del cielo. Hablamos de lo que significa “para siempre”. Mis últimas palabras como pastor y amigo fueron: “Bill, no estás solo. Cristo está contigo y, muy pronto amigo mío, 
lo verás cara a cara”.

Los momentos finales de Bill

Mientras Bill enfrentaba los últimos momentos de su vida, su esposa Bonnie y sus hijos rodearon su lecho. Bonnie pidió que pusieran un CD de himnos cantados por Wintley Phipps. Quería que el mensaje de un antiguo himno familiar estuviera en la mente de Bill mientras se debatía entre la vida y la muerte. Pronto las palabras familiares de la canción llenaron la habitación: “Cuando camines por la tormenta, levanta tu rostro y no temas las tinieblas”.

El mensaje de la canción es que, no importa lo que tengamos que enfrentar, jamás caminamos solos.

En la vida y en la muerte, en Jesús, por medio de Jesús y gracias a Jesús jamás caminamos solos. Un día lo veremos venir. Nuestra esperanza descansa en la certeza de que Jesús, que se levantó de los muertos y conquistó el sepulcro, viene otra vez a llevarnos al hogar.


Fuente: Adventist World
Autor: Mark Finley es el orador/director emérito de la popular transmisión "Escrito está", y en el presente supervisa los esfuerzos de evangelismo global de la Iglesia Adventista mundial como

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miércoles, 12 de agosto de 2009

Creed en sus profetas. Por Arthur G. Daniells

Los adventistas del séptimo día extraen sus creencias de las enseñanzas de la Palabra de Dios, basando así conscientemente sus doctrinas y prácticas en un claro “así dice el Señor”. Desde los primeros días del movimiento esto significó adoptar la doctrina bíblica del don de profecía, ya que esta verdad es enseñada en la Biblia.
Uno de los líderes adventistas más capaces de los primeros tiempos fue Arthur G. Daniells, presidente de la Asociación General durante un extenso período (1901-1922) y amigo y colega de Elena White durante la segunda mitad de su larga vida (1827-1915). En 1935, después de su retiro, Daniells escribió El permanente don de profecía, con el propósito de afirmar el don profético del que había sido testigo durante tantos años de ministerio. Esta selección pertenece al último capítulo de la obra. —Los editores

El bienestar de la iglesia en conjunto y de sus miembros en particular está inseparablemente vinculado con su actitud de fe y consideración a los profetas de Dios. Éstos, como sabemos, son los mensajeros escogidos por él, los portavoces que ha designado para su iglesia en la tierra. Como hemos demostrado también con claridad, este plan de comunicación ha constituido la forma uniforme y benéfica escogida por Dios para revelar su voluntad a la raza humana desde la separación ocasionada por el pecado. Por este medio se aconseja, instruye, advierte, suplica y amonesta, según lo indiquen la necesidad y el amor divinos. La presencia de los profetas entre los hombres no es por lo tanto algo nuevo o inusual, algo extraño o fantástico. Dios es el autor de esta provisión y el hombre peregrino, su beneficiario. Es tan antigua como la necesidad humana, y tan constante como el amor divino que la impulsó e instituyó.

Las vicisitudes de la iglesia en todas las edades han sido medidas por su fidelidad o deslealtad al don de profecía, y su seguridad se ha medido por la manera en que respondió a estas instrucciones divinas. A lo largo de los siglos que abarcan las eras patriarcal, mosaica y apostólica, hemos visto en acción esta regla inviolable, según se revela en las páginas de la Escritura Sagrada.

Más tarde, luego de la muerte de los apóstoles, comienza la trágica marcha de los sucesos de la Era Cristiana que está escrita con sangre y lágrimas, y manchada por los desvíos y la apostasía. Vez tras vez la iglesia cristiana nominal se aparta de estos principios fundamentales, de los preceptos y prácticas, de la letra y el espíritu que caracterizaron a la iglesia apostólica. La desviación consistió en la perversión de la ley y el Evangelio, aunque penetró en todas las verdades del cristianismo.

Trágica fue la suerte de aquellos que defendieron la fe primitiva. Odiados y vilipendiados, perseguidos y aislados, testificaron por la verdad. Pero de vez en cuando, al llamamiento de Dios se levantaron profetas, hombres y mujeres, que denunciaron la iniquidad de los desleales. Estimularon la fidelidad de los fieles y guiaron y guardaron a los defensores de la verdad a lo largo de esos penosos siglos.

Ahora, en estos tiempos llamados por Dios “los últimos días”, el gran plan divino de redención y el insensato curso de la especie humana se acercan a su culminación. De tal manera abunda la iniquidad entre los hombres, tan desafiante es la filosofía humana, tan rebelde es la independencia del hombre frente a Dios y sus provisiones para la redención en este supremo conflicto entre el bien y el mal, que era imperativo que el don de profecía se manifestara con claridad y evidencia en las filas de la iglesia remanente.

La suprema necesidad de los últimos días

Si alguna vez en el curso de la humanidad el hombre necesitó la dirección divina, es ciertamente en estos postreros días, cuando todas las fuerzas de la iniquidad se hallan sueltas para confundir y arruinar, cuando el mundo secular se ha vuelto materialista, y el mundo religioso se ha entregado a las enseñanzas modernistas. Si alguna vez en la historia la iglesia necesitó contar con la dirección divina, fue en el momento de la crisis del movimiento adventista, precisamente después del chasco de 1844 y durante las décadas que siguieron. Los asuntos en juego eran trascendentales, pero la dirección divina fue la adecuada.

El último conflicto se produce en relación con la fidelidad a Dios, y llega a su consumación en nuestro tiempo. La perfecta ley divina, juntamente con el sello del sábado son objeto del odio de Satanás que, en el conflicto, busca tener a todo el mundo de su lado. La salvación plena provista por la fe en Cristo también es objeto de implacables intentos de negar su encarnación, el ministerio intercesor y el inminente regreso en poder y gloria.

La ira de Satanás se concentra sobre la iglesia remanente de Dios, supremo objeto del amor y dirección divinos. Esta iglesia se destacará finalmente como única defensora de la pisoteada ley de Dios, la que recibe los amplios medios provistos para la redención. No sólo es la iglesia en su conjunto objeto del ataque del maligno, sino que los miembros individuales también son acosados porque mantienen la integridad de la ley y el Evangelio. Al introducir la duda, la negligencia, la rebelión y el repudio, Satanás procura destruir la fidelidad individual a los consejos del don de profecía. De ahí que los tres grandes asuntos en juego en esta última hora estén tan claramente definidos por la inspiración, aunque todos han quedado confundidos por las creencias y prácticas de la cristiandad.

Ahora… la cuestión de la relación individual y de la iglesia con el don dado por Dios, resalta como algo de suprema importancia. Sean las palabras finales, por lo tanto, una súplica para que se reconozca y se escuche esta provisión divina para el consejo de la iglesia. Este consejo es una exhortación que la iglesia siempre debe tener presente y obedecer y practicar con fidelidad.

Escuchad los consejos celestiales

Observad, retrospectivamente, lo que este don ha significado para este pueblo a lo largo de las décadas pasadas. Notad bien cómo se ha hecho frente a una crisis tras otra y se ha solucionado un problema tras otro. En cada caso, el tiempo ha vindicado los consejos celestiales. Considerad, a manera de impresionante comparación y advertencia, los días de Israel en el tiempo de Moisés, y luego pensad en nuestros tiempos. Estas son las palabras del gran caudillo de Israel:

“Yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”. “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días” (Deut. 30:15, 19, 20).

Al comprender que estaba por deponer sus responsabilidades, el anciano patriarca Moisés dio su recomendación final al pueblo que había conducido durante cuarenta años, desde Egipto hasta los límites de la Tierra Prometida.

Cifraba grandes esperanzas en el futuro de su amado pueblo. Pero conociendo, por larga experiencia, las fragilidades y debilidades del mismo en tiempo de tentación y pruebas, también albergaba graves temores de que tuviesen que arrostrar desastres y derrotas como nación. Como reconocía que su destino para bien o para mal dependía de la forma en que obedeciesen las instrucciones enviadas por Dios, les presentó gráficamente y con muchos detalles las bendiciones temporales y espirituales de las que serían objeto si fueran obedientes y las maldiciones que acompañarían a su desobediencia (véase Deut. 27, 28).
El olvido de Israel

Cuando les aconsejó que amaran al Señor y obedecieran su voz, los estaba exhortando a prestar atención a los mensajes de consejo e instrucción que él les había entregado como mensajero de Dios. Fuera de los Diez Mandamientos, todas las leyes, testimonios y estatutos que les fueron dados habían sido pronunciados por intermedio de Moisés. El hecho de que sólo hubieran visto y oído el elemento humano no disminuía de ninguna manera la culpa que tendrían, si rechazaban estos requerimientos divinos. Así sucede también con los hombres y mujeres de todos los tiempos, no sólo con la generación a la cual se dirigió personalmente.

Moisés se ocupó de que estas solemnes amonestaciones siempre fueran recordadas. Los padres habían de enseñarlas a sus hijos, hablando de ellas cuando estuviesen en casa, o cuando anduviesen de camino, como también a la hora del culto matutino y vespertino (Deut. 11:19, 20). Habían de ser escritas como memoria en un libro, y colocadas al lado del arca. Cada séptimo año habían de ser sacadas y leídas en público delante de la concurrencia de peregrinos reunidos para la Fiesta de las Cabañas. Para esa solemne lectura de los escritos proféticos habían de reunirse hombres y mujeres, sin olvidar al extranjero que estaba dentro de sus puertas. Los niños que llegaban a la edad de la razón eran mencionados de manera especial. También debían oír y aprender a temer al Señor (véase Deut. 31:9-13).

En vista de que el Israel antiguo no supo recordar los solemnes mensajes que Dios había enviado por medio del mensajero escogido, ¿no deberíamos nosotros, “los que hemos alcanzado los fines de los siglos”, cuidar de que la instrucción que ha sido dada a la iglesia remanente sea recordada vívidamente?


Fuente: Adventist World
Autor: Arthur G. Daniells (1858-1935) fue evangelista, misionero, editor y presidente de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día por un largo período.

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