domingo, 10 de enero de 2010

La perfección. Por Robert J. Ross

Pulidos y suavizados hasta ser uno

Como capellán voluntario del turno noche, observaba a un médico de emergencias mientras cerraba el último de muchos puntos que unían la carne de lo que había sido un inmenso orificio. Enderezó la espalda y con sus ojos aún concentrados en la herida que acababa de cerrar musitó, como diciéndose a sí mismo: “Perfecto; está perfecto”. Más tarde pensé: ¿Qué quiso decir? ¿Se refería a los puntos o a que quedó cerrada la herida? ¿Se refería a su trabajo o a todo lo mencionado?

El Sermón del Monte de Jesús cubre tres capítulos de la Biblia (Mat. 5–7). En su primera parte, habla de la actitud de contentamiento que deberíamos desarrollar más allá de las circunstancias. A esta sección la denominamos de “las bienaventuranzas”. Cristo dirige su atención a nuestras motivaciones detrás de lo que hacemos. Lo que realmente cuenta son los motivos y actitudes que impulsan nuestras acciones. A mitad de su sermón, realiza esta inquietante declaración: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto” (Mat. 5: 48).1

¿Qué quiere decir “perfecto”?

En la Biblia, el término es expresado de muchas maneras. Perfecto puede significar intachable, leal, completo, maduro, entendido, paciente, amante y seguidor de Cristo. El término describe cosas como la ley de la libertad (Sant. 1:25), los sacrificios (Lev. 22:21) o la voluntad de Dios (Rom. 12:2). La perfección suele estar relacionada con la acción. La iglesia de Sardis es amonestada porque Cristo halló que sus obras aún no eran perfectas (véase Apoc. 3:2). Al joven rico, Jesús le aconseja: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes […] y […] sígueme (Mat. 19:21).

Ante usos tan diversos, ¿qué significa entonces ser “perfecto”? Es decir, ¿cuán blanco tiene que ser el blanco para alcanzar la blancura total? La cita de Elena White que dice: “Así como Dios es perfecto en su esfera, hemos de serlo nosotros en la nuestra”,1 nos muestra que existen dos niveles de perfección: la divina y la humana.

Sabemos con certeza que Dios es perfecto en su esfera. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta” (Deut. 32:4). También sabemos que Jesús es perfecto: “Habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eternal salvación” (Heb. 5:9). Reconocemos que, por cierto, nosotros no somos perfectos, porque a los ojos de Dios, “nuestras justicias como trapos de inmundicia” (Isa. 64:6). Entonces, ¿a qué “perfección” hemos de aspirar? Jesús nos da la pauta en la oración intercesora de Juan 17:23: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad”. La perfección, entonces, posee dos niveles: la unidad perfecta de Dios con la Trinidad y la unidad perfecta de los humanos con Cristo.

Perfección objetiva: La unidad perfecta de Dios
Solo la divinidad puede aducir unidad perfecta. Es la perfección más acabada. Aunque el Hijo de Dios se revistió de frágil humanidad y fue tentado en su momento de mayor debilidad, Satanás no logró separarlo ni un ápice de su Padre. Solo la divinidad puede transformar piedras en pan. Mediante la obediencia a su Padre, Jesús se negó a usar su divinidad independientemente de su Padre. “En Cristo, la divinidad y la humanidad se combinaron. La divinidad no descendió al nivel de la humanidad; la humanidad conservó su lugar, pero la humanidad, al estar unida a la divinidad, soportó la durísima prueba de la tentación en el desierto”.2 “Él […] sufrió siendo tentado”, sufrió en proporción a la perfección de su santidad. Pero el príncipe de las tinieblas no encontró nada en él; ni un solo pensamiento o sentimiento respondía a la tentación”.3 La unidad perfecta de Jesús con su Padre lo motivó a resistir todas las tentaciones.

Perfección subjetiva: Nuestra unidad con Cristo

Me gusta cómo describe Elena White nuestra necesidad de expiación. “El hombre no podía expiar la culpa del hombre. Su condición pecaminosa y caída hacía de él una ofrenda imperfecta, un sacrificio expiatorio de menor valor que Adán antes de su caída. Dios hizo al hombre perfecto y recto, y después de su transgresión no podía haber un sacrificio expiatorio aceptable a Dios en su favor, a menos que la ofrenda hecha fuera de un valor superior al del hombre en su estado de perfección e inocencia”.4

La actitud pura de Cristo motivó una obediencia absoluta que resultó en una unidad completa con el Padre. Esa es la verdadera perfección. Es esa perfección imputada que llega a ser el único medio para nuestra salvación. “Este sacrificio fue ofrecido con el propósito de restaurar al hombre a su perfección original; más que ello, […] brindarle una completa transformación del carácter”.5

La justicia impartida de Cristo es la obra que realiza en nosotros para transformarnos a su imagen, en unidad con él. Eso es ser perfectos en nuestra esfera. Significa ser perfectamente uno con él. Nuestras actitudes cambian, lo que nos motiva a ser obedientes para reflejarlo de manera plena. La imagen que creó originalmente en nosotros se refleja en nuestra unidad con él (véase Heb. 5:8, 9)y no requiere que nos despojemos por nosotros mismos del mal, porque ello dejaría un gran vacío. Por el contrario, implica que nos llenemos todo lo posible de Cristo, rechazando lo que opaca su gloria. Al contemplarlo, llegamos a ser como él y somos transformados para su gloria. No solo seremos su imagen sino también seremos uno con él.

Unión perfecta

Hace poco los científicos descubrieron una forma de fabricar la primera superficie de vidrio absolutamente plana y pulida. Es tan suave y lisa que cuando dos de estas gruesas láminas de vidrio son colocadas una sobre la otra y desplazan todo el aire, la conexión entre las moléculas llega a ser tal que es casi imposible separarlas. Son verdaderamente una. La unidad perfecta de Jesús con el Padre, por medio de su obediencia aquí en la tierra, llega a ser nuestro manto de (su) justicia imputada por toda la eternidad. La justicia que anhela impartirnos es la unidad perfecta que podemos tener por medio de la conducción de su Espíritu. La obediencia motivada por un amor genuino permite que cada día Cristo nos vaya puliendo hasta que lleguemos a ser uno con él, de manera que ya nada pueda interponerse entre él y nosotros.

Creo que esta imagen capta algo de lo quiso decir ese médico de emergencias cuando dio por concluida su tarea. La herida estaba cerrada. La carne había vuelto a su lugar. No había más separación. No había más sangre. Podía comenzar el proceso de curación y probablemente no quedaría ni una cicatriz. Lo que se dice, perfecto.


Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Robert J. Ross, nacido en Sudáfrica, es actualmente pastor de la iglesia de Meadow Vista, Asociación del Norte de California, EE. UU.
Referencias: 1 Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 8, p. 64. 2 Elena White, Review and Herald, 18 de febrero de 1890. 3 Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 5, p. 398. 4 Elena White, The Spirit of Prophecy, t. 2, p. 9. 5 Elena White, Manuscrito 49, 1898.

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