lunes, 12 de abril de 2010

Decidida a servir. Por Adriel D. Chilson

La primera médica adventista nos enseñó una lección de determinación.

“¡Thomas! ¡Los perros están ladrando! ¡Hay un lobo! ¡Mi bebé!”, exclamó Katherine. Con una horquilla, Thomas corrió hasta donde dormía su hijita.
Esa mañana, el matrimonio había envuelto a la pequeña Katie y la habían colocado sobre el césped, a la vez que ordenaban a sus dos fieles perros que la cuidaran mientras aventaban heno a cierta distancia. Un lobo enorme había surgido del bosque, pero los perros lo habían ahuyentado.

“¡Gracias a Dios! ¡El lobo se la podría haber llevado!”, exclamó la madre.

La familia Lindsay acababa de emigrar de Escocia y se había establecido en una propiedad boscosa de Wisconsin, cerca del Lago Mendota en Estados Unidos. Allí construyeron una cabaña de troncos para protegerse de los lobos, los osos y el invierno. Cuando Katie creció no solo ayudó a cuidar de sus siete hermanos menores sino que también comenzó a colaborar en las tareas de la granja.

Cuando aprendió a leer, desarrolló un apetito insaciable por los libros. Para asistir a la escuela tenía que caminar más de seis kilómetros por el bosque lleno de sonidos salvajes. Pero los libros y la escuela eran su vida. Su pupitre había sido hecho con un tronco cortado a la mitad y Katie usaba un largo palito para escribir en la tierra alisada al frente de la escuela.

Después de leer un libro sobre Florencia Nightingale, comenzó a pensar que podía estudiar enfermería. “La dama de la lámpara”, como se conocía a Florencia, había pasado incontables horas cuidando a los soldados heridos en la guerra de Crimea. Kate recordaba las muertes de cuatro de sus hermanitos como resultado de enfermedades de la niñez. ¡Si tan solo hubiera sabido qué hacer para salvarlos!

En noviembre de 1859, Isaac Sanborn se dirigió hacia Hundred Mile Grove, al noreste de Madison, para dar conferencias bíblicas. Cuando el tren en el que viajaba quedó atascado en la nieve, Sanborn tomó sus maletas y caminó hasta el pueblo. Preguntó por una escuela, y entonces anunció reuniones vespertinas. Entre los asistentes estaba la familia Lindsay y sus vecinos los Rankin, con sus ocho hijas pelirrojas. Kate y su familia aceptaron allí las enseñanzas bíblicas adventistas.

Cuando se hizo imperiosa la necesidad de un templo, Thomas Lindsay ofreció una porción de su terreno y su vecino Alexander Rankin hizo lo mismo. Pronto se construyó una iglesia que llegó a ser conocida como la Iglesia de Hundred Mile y estuvo en pie durante casi cien años.

Un día Kate entró corriendo a la casa con el último número del Second Advent Review and Sabbath Herald, el órgano oficial de la iglesia. “¡Miren! Dice que en Battle Creek han abierto un pequeño hospital llamado Instituto Occidental de Reforma Pro Salud. Tengo que ir allí y aprender a ayudar a los enfermos. Me gustaría realmente hacer ese trabajo. ¡Podría llegar a ser una enfermera e inclusive una doctora!”

Kate estaba decidida. De alguna forma iría a Battle Creek; nadie podría quitarle sus aspiraciones de ayudar a los enfermos. Pocos meses después, Kate Lindsay dejó su hogar y se dirigió al Instituto de Battle Creek.

Sus primeras tareas no fueron tan agradables; tuvo que limpiar, cepillar y fregar. Pero Kate sabía lo que quería. En el hospital había pacientes a quienes podía ayudar y un médico del que podía aprender mucho. Lo extraño es que no había ni siquiera una enfermera preparada. Decidió que ella sería enfermera, y que seguiría estudiando.

Kate había oído hablar del creciente número de instituciones que utilizaban la hidroterapia en reemplazo de medicinas que a menudo constituían un veneno. Una de las más reconocidas estaba dirigida por el Dr. Thatcher Trail, de Florence Heights, New Jersey. Tan pronto como pudo ahorrar unos dólares, viajó a esa institución para realizar el curso de dos años en enfermería.

Al regresar a Battle Creek en el otoño de 1869, trabajó fielmente como enfermera, pero nunca perdió de vista su objetivo de ser doctora. Cuando la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, abrió sus puertas al sexo femenino, Kate se matriculó en la carrera.

La aceptación de mujeres no se logró sin recelos. El hecho fue catalogado como “un dudoso experimento”. Los habitantes de esta pequeña ciudad observaban a estas damas con curiosidad. Se las señalaba y ridiculizaba; eran objeto de burlas y en las residencias para estudiantes dudaban en admitirlas. En la calle, Kate y sus compañeras escuchaban comentarios como éstos: “La mente femenina no puede captar la enseñanza de disciplinas profesionales”. “Su salud no podrá soportar la tensión”. “Es un tremendo disparate”. “Arruinará a la institución porque la opinión pública hará que den marcha atrás”.

Finalmente, en 1875, llegó el glorioso día cuando Kate recibió su título de médica de la Universidad de Michigan. Regresó a Battle Creek, a lo que ahora se llamaba Sanatorio Médico y Quirúrgico de Battle Creek, para trabajar como doctora bajo las órdenes del Dr. J. H. Kellogg.

La Dra. Lindsay fue asignada como directora del Departamento de Obstetricia y Pediatría. En ese puesto, dejó de lado las comodidades de un hogar y decidió dormir en una habitación contigua a su consultorio, para estar disponible a toda hora. Casi nunca usaba el ascensor, porque creía que era más saludable subir y bajar por las escaleras. Kate enfatizó mucho el uso de remedios naturales y fue una firme defensora del aire puro y de mantener las ventanas abiertas, además de beber mucha agua y bañarse con frecuencia.

Gracias a sus persistentes esfuerzos se inauguró una escuela de enfermería. Los libros de texto eran folletos donde había compilado sus copiosas anotaciones. Era sumamente puntual, y esperaba que todos sus estudiantes lo fueran. A menudo se la veía caminar de una clase a la otra con un enorme reloj despertador y la lista de asistencia.

La Dra. Lindsay expresó su filosofía de la enfermería al dirigirse a la clase de graduandos el 9 de noviembre de 1891: “Es desafortunado que el mundo no consideró antes que esta obra requiere estudios y preparación adecuados. Así como se pensaba que una mujer sabe por instinto lo que precisa hacer para cumplir sus deberes de madre, se pensaba que se podía ser enfermera por intuición. Recién hace poco se ha descubierto que la enfermería precisa educación y dedicación cuidadosos de modo que requiere que aun las mentes más cultivadas utilicen todas sus facultades…

“La enfermera necesita recordar que cada habitación del hospital es un campo misionero. El consuelo de la religión jamás es tan precioso como en el momento de la enfermedad y el sufrimiento, cuando acaso las cosas de esta vida se desvanecen. Nadie se encuentra en ese momento, tan aliado al sufriente, como la enfermera. El ministro y el médico pueden hacer visitas periódicas, pero no pueden estar en una relación tan estrecha y confidencial con el paciente, como una enfermera.
“Recordad que vuestra misión es hacer el bien al prójimo, sanar a los enfermos y aliviar el sufrimiento. Al hacerlo así, estaréis caminando directamente en las huellas del Maestro”.*

En 1895 la Dra. Lindsay aceptó un llamado para colaborar con el personal médico y de enfermería en el Sanatorio Claremont, en Sudáfrica. Los mejores médicos de Ciudad del Cabo pronto reconocieron sus habilidades y conocimientos, y a menudo la consultaban.

Cuando regresó a los Estados Unidos cuatro años más tarde, trabajó en el Sanatorio de Colorado, en Boulder.

Kate Lindsay pasó al descanso en marzo de 1923, en el corazón de las Montañas Rocallosas que tanto amaba.



Fuente: AdventistWorld.org / Este artículo ha sido adaptado del libro They Had a World to Win (Un mundo que ganar - Copyright © 2001 de la Review and Herald Publishing Association. Usado con permiso).
Autor: Adriel D. Chilson, descendiente de Elena y Jaime White, fue pastor y evangelista adventista por más de cincuenta años.
Referencia: * Kathryn Jensen Nelson, Kate Lindsay, M.D., pp. 111, 112.

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