Son las cuatro de la mañana. Una vez más, él no ha llegado a casa. Mi almohada de plumas es una pobre sustituta de la calidez de su cuerpo. Por mi mente desfilan una infinidad de pensamientos, agolpándose unos con otros. ¿Dónde está? ¿Qué le sucede? ¿Por qué no ha llegado?
La respuesta silenciosa del Padre es simple: “Confía en mí”.
La ignoro y decido llamar a su teléfono móvil. Me contesta el servicio de mensajes. ¡No quiero que me responda esa grabación, quiero hablar con mi esposo, ahora mismo!
Siento deseos de gritar: “¿Por qué me sucede esto?”, pero en lugar de correr a despertar a los vecinos, decido prepararme una bebida caliente que no puedo tragar porque la tremenda agitación que siento no me lo permite. Mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas, pero trato de enjugarlas al oír los pasitos de mi hijita de 5 años que baja la escalera. Adopto la expresión más valiente que puedo cuando la escucho preguntar: “Mami, ¿dónde está papito?”
Le pido a Dios que me ayude a mantener la compostura; alcanzo a explicarle que “papito no está en casa en este momento”. Entonces siento cómo me golpea su nueva pregunta: “¿Va a regresar?”
¿Va a regresar?
Acuno a mi niñita y juntas regresamos a la cama. Mientras ella cae nuevamente en un profundo sueño, enfrento la realidad de una vida sin mi esposo, sin su padre.
Momentos de desesperación
El 21 de enero, mi esposo se había despertado a las 2:30 de la mañana con un dolor agudo en la pantorrilla. Debido a una conversación que había tenido hacía poco con un médico, decidió llamar a un pastor amigo que lo llevó al hospital. Allí descubrieron que tenía un peligroso coágulo en la pierna que se había quebrado unas tres semanas antes, mientras estaba de viaje del otro lado del mundo. Ese mismo día, a nuestra hija le diagnosticaron una rara anormalidad hormonal que requeriría de numerosos estudios, visitas al hospital y controles periódicos por el resto de su vida.
Logré mantener la compostura durante el resto del día, pero alrededor de las siete de la tarde tenía un plan de acción que esperaba resolviera todos mis problemas. Retiraría el dinero de todas nuestras cuentas bancarias, cobraría en efectivo todas nuestras inversiones, vendería mi automóvil y contrataría un equipo de enfermeras y especialistas para que cuidaran de mi esposo y mi hija. Entonces me marcharía.
Sé bien lo que están pensando: ¡qué pésima esposa, madre cruel y persona egoísta! Pero durante diez minutos, sentí que quería detener la catarata de desastres en las que se había convertido mi vida y huir de allí.
Sin embargo, esos agradables pensamientos de libertad y tentadora conducta irreflexiva fueron reemplazados con rapidez por el recuerdo de que era parte de una relación de familia comprometida “en las buenas y en las malas”. “El amor mutuo, el respeto y la responsabilidad son la trama y la urdimbre de esta relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad que existe de la relación entre Cristo y su iglesia”.1 Al momento recobré la compostura y desterré todos los pensamientos que me habían atormentado, a la vez que por la gracia de Dios tomé la decisión de ser una esposa y madre tan funcional como fuera posible.
Un bello don opacado
El matrimonio no es algo fácil; doy testimonio de eso. A nosotros, los últimos siete años nos han presentado desafíos que me recuerdan una dramática novela de ficción, con la única diferencia de que todo fue real y que tanto mi esposo como yo sobrevivimos a ello. Lo que nos mantuvo unidos es nuestra creencia fundamental en la santidad del matrimonio y la familia. También creemos que la familia es el plan de Dios, como también lo dice la Biblia y lo expresan tan claramente las doctrinas de la Iglesia Adventista.
Creo firmemente que junto con el sábado, el matrimonio fue el don que Dios les dio a Adán y a Eva durante la creación y debía ser algo hermoso, sagrado e íntimo y uno de los actos supremos de la creación: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gén. 2:23). Pero el pecado opacó gravemente este don. El estado de perfección que existía entre Adán y Eva, que Dios quería que sirviera de modelo para todas las generaciones, cambió. En su lugar, produjo dolor y sufrimiento interminables.
De todas las creencias fundamentales de la Iglesia Adventista, ninguna es tan atacada día a día como la del matrimonio y la familia. Solo tenemos que encender la televisión para ver cuán distorsionada es la imagen de la vida familiar que allí se presenta. Relaciones extramatrimoniales, incesto, abuso, mentiras, engaños, materialismo; todo esto es parte integral de las escenas. La infidelidad conyugal es exhibida como algo fascinante y atrayente, que casi no tiene consecuencias. Los noticiosos destacan los problemas crecientes de las familias y poco se preocupan por soluciones duraderas.
Los documentales nos llevan a los hogares de “personas reales” para mostrar el dolor y la angustia de la vida diaria de una persona tipo. La sociedad absorbe de manera enfermiza todo lo que ve y lo repite, derramando su amargura frente a las nuevas generaciones, que llegan a pensar que es “normal” ser parte de una familia disfuncional.
Un aspecto importante pero a menudo no tenido en cuenta, de la doctrina del matrimonio y la familia, es que “el creciente acercamiento familiar es uno de los rasgos distintivos del último mensaje evangélico”.1 Deseo una gran vida familiar para poder disfrutar de mi esposo e hija; sin embargo, me he comenzado a preguntar si aprecio lo suficiente el hecho de que “la mayor evidencia del poder cristiano que se pueda presentar al mundo es una familia bien ordenada y disciplinada”. Elena de White agrega: “Esto recomendará la verdad como ninguna otra cosa puede hacerlo, porque es un testimonio viviente del poder práctico que ejerce el cristianismo sobre el corazón”.2
Cuando Cristo le dijo a sus discípulos: “Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mat. 28:19), no solo se estaba dirigiendo a predicadores profesionales o médicos misioneros. Se estaba refiriendo a todos, incluyendo a las familias. “Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21).
El Maestro se estaba dirigiendo a mí.
Culpable, pero en paz
Una semana después, son otra vez las cuatro de la mañana. Mi esposo duerme a mi lado. Al menos, creo que duerme, aunque no puedo sentir su corazón ni escuchar su respiración.
Siento que se mueve. Todos los músculos de mi cuerpo se relajan. De pronto, me siento muy culpable por haber pensado en marcharme. Siento que me tocan en la espalda. ¡Es mi hija! Le doy un beso y un abrazo. Me siento terriblemente culpable. Ambos me necesitan y yo debo ser la esposa y madre que Dios quiere que sea, no solo para atender a mi familia, sino también para permanecer fiel a Dios y para ser un testimonio para mi comunidad, mis amigos y mis vecinos.
Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Catherine Anthony Boldeau es escritora independiente y especialista en relaciones públicas. También es una de las directoras de Vision Solutions, una compañía cristiana de soluciones empresariales. Actualmente, estudia una maestría en escritura creativa con especialización en memorias y obras de no ficción.
Referencias: 1. Creencias fundamentales, No. 23, la cursiva es nuestra. 2. El hogar cristiano, p. 26.
Nota: Versión corregida y re formateada, de la originalmente publicada por Ojo Adventista, el 26 de diciembre de 2008.
• Creencias Fundamentales Nº23 / El matrimonio y la familia
El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén y confirmado por Jesús, para que fuera una unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en amante compañerismo. Para el cristiano, el matrimonio es un compromiso con Dios y con su cónyuge, y este paso solo debiera ser dado por personas que participan de la misma fe. El amor mutuo, el respeto y la responsabilidad son la trama y la urdimbre de esta relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad que existe de la relación entre Cristo y su iglesia. Respecto del divorcio, Jesús enseñó que la persona que se divorcia, –a menos que sea por causa de fornicación– y se casa con otra, comete adulterio. Aunque algunas relaciones familiares están lejos de ser ideales, si ambas partes se consagran plenamente el uno al otro en Cristo, pueden lograr una amorosa unidad, gracias a la dirección del Espíritu y al amante cuidado de la iglesia. Dios bendice la familia y es su propósito que sus miembros se ayuden mutuamente hasta alcanzar la plena madurez. Los padres deben criar a sus hijos para que amen y obedezcan al Señor. Mediante el precepto y el ejemplo tienen que enseñarles que Cristo disciplina con amor, que es siempre tierno, que se preocupa por sus criaturas y que quiere que lleguen a ser miembros de su cuerpo, la familia de Dios. El creciente acercamiento familiar es uno de los rasgos distintivos del último mensaje evangélico. (Gén. 2:18-25; Mat. 19:3-9; Juan 2:1-11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; Mat. 5:31, 32; Mar. 10:11, 12; Luc. 16:18; 1 Cor. 7:10, 11; Éxo. 20:12; Efe. 6:1-4; Deut. 6:5-9; Prov. 22:6; Mal. 4:5, 6).
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La respuesta silenciosa del Padre es simple: “Confía en mí”.
La ignoro y decido llamar a su teléfono móvil. Me contesta el servicio de mensajes. ¡No quiero que me responda esa grabación, quiero hablar con mi esposo, ahora mismo!
Siento deseos de gritar: “¿Por qué me sucede esto?”, pero en lugar de correr a despertar a los vecinos, decido prepararme una bebida caliente que no puedo tragar porque la tremenda agitación que siento no me lo permite. Mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas, pero trato de enjugarlas al oír los pasitos de mi hijita de 5 años que baja la escalera. Adopto la expresión más valiente que puedo cuando la escucho preguntar: “Mami, ¿dónde está papito?”
Le pido a Dios que me ayude a mantener la compostura; alcanzo a explicarle que “papito no está en casa en este momento”. Entonces siento cómo me golpea su nueva pregunta: “¿Va a regresar?”
¿Va a regresar?
Acuno a mi niñita y juntas regresamos a la cama. Mientras ella cae nuevamente en un profundo sueño, enfrento la realidad de una vida sin mi esposo, sin su padre.
Momentos de desesperación
El 21 de enero, mi esposo se había despertado a las 2:30 de la mañana con un dolor agudo en la pantorrilla. Debido a una conversación que había tenido hacía poco con un médico, decidió llamar a un pastor amigo que lo llevó al hospital. Allí descubrieron que tenía un peligroso coágulo en la pierna que se había quebrado unas tres semanas antes, mientras estaba de viaje del otro lado del mundo. Ese mismo día, a nuestra hija le diagnosticaron una rara anormalidad hormonal que requeriría de numerosos estudios, visitas al hospital y controles periódicos por el resto de su vida.
Logré mantener la compostura durante el resto del día, pero alrededor de las siete de la tarde tenía un plan de acción que esperaba resolviera todos mis problemas. Retiraría el dinero de todas nuestras cuentas bancarias, cobraría en efectivo todas nuestras inversiones, vendería mi automóvil y contrataría un equipo de enfermeras y especialistas para que cuidaran de mi esposo y mi hija. Entonces me marcharía.
Sé bien lo que están pensando: ¡qué pésima esposa, madre cruel y persona egoísta! Pero durante diez minutos, sentí que quería detener la catarata de desastres en las que se había convertido mi vida y huir de allí.
Sin embargo, esos agradables pensamientos de libertad y tentadora conducta irreflexiva fueron reemplazados con rapidez por el recuerdo de que era parte de una relación de familia comprometida “en las buenas y en las malas”. “El amor mutuo, el respeto y la responsabilidad son la trama y la urdimbre de esta relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad que existe de la relación entre Cristo y su iglesia”.1 Al momento recobré la compostura y desterré todos los pensamientos que me habían atormentado, a la vez que por la gracia de Dios tomé la decisión de ser una esposa y madre tan funcional como fuera posible.
Un bello don opacado
El matrimonio no es algo fácil; doy testimonio de eso. A nosotros, los últimos siete años nos han presentado desafíos que me recuerdan una dramática novela de ficción, con la única diferencia de que todo fue real y que tanto mi esposo como yo sobrevivimos a ello. Lo que nos mantuvo unidos es nuestra creencia fundamental en la santidad del matrimonio y la familia. También creemos que la familia es el plan de Dios, como también lo dice la Biblia y lo expresan tan claramente las doctrinas de la Iglesia Adventista.
Creo firmemente que junto con el sábado, el matrimonio fue el don que Dios les dio a Adán y a Eva durante la creación y debía ser algo hermoso, sagrado e íntimo y uno de los actos supremos de la creación: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gén. 2:23). Pero el pecado opacó gravemente este don. El estado de perfección que existía entre Adán y Eva, que Dios quería que sirviera de modelo para todas las generaciones, cambió. En su lugar, produjo dolor y sufrimiento interminables.
De todas las creencias fundamentales de la Iglesia Adventista, ninguna es tan atacada día a día como la del matrimonio y la familia. Solo tenemos que encender la televisión para ver cuán distorsionada es la imagen de la vida familiar que allí se presenta. Relaciones extramatrimoniales, incesto, abuso, mentiras, engaños, materialismo; todo esto es parte integral de las escenas. La infidelidad conyugal es exhibida como algo fascinante y atrayente, que casi no tiene consecuencias. Los noticiosos destacan los problemas crecientes de las familias y poco se preocupan por soluciones duraderas.
Los documentales nos llevan a los hogares de “personas reales” para mostrar el dolor y la angustia de la vida diaria de una persona tipo. La sociedad absorbe de manera enfermiza todo lo que ve y lo repite, derramando su amargura frente a las nuevas generaciones, que llegan a pensar que es “normal” ser parte de una familia disfuncional.
Un aspecto importante pero a menudo no tenido en cuenta, de la doctrina del matrimonio y la familia, es que “el creciente acercamiento familiar es uno de los rasgos distintivos del último mensaje evangélico”.1 Deseo una gran vida familiar para poder disfrutar de mi esposo e hija; sin embargo, me he comenzado a preguntar si aprecio lo suficiente el hecho de que “la mayor evidencia del poder cristiano que se pueda presentar al mundo es una familia bien ordenada y disciplinada”. Elena de White agrega: “Esto recomendará la verdad como ninguna otra cosa puede hacerlo, porque es un testimonio viviente del poder práctico que ejerce el cristianismo sobre el corazón”.2
Cuando Cristo le dijo a sus discípulos: “Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mat. 28:19), no solo se estaba dirigiendo a predicadores profesionales o médicos misioneros. Se estaba refiriendo a todos, incluyendo a las familias. “Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21).
El Maestro se estaba dirigiendo a mí.
Culpable, pero en paz
Una semana después, son otra vez las cuatro de la mañana. Mi esposo duerme a mi lado. Al menos, creo que duerme, aunque no puedo sentir su corazón ni escuchar su respiración.
Siento que se mueve. Todos los músculos de mi cuerpo se relajan. De pronto, me siento muy culpable por haber pensado en marcharme. Siento que me tocan en la espalda. ¡Es mi hija! Le doy un beso y un abrazo. Me siento terriblemente culpable. Ambos me necesitan y yo debo ser la esposa y madre que Dios quiere que sea, no solo para atender a mi familia, sino también para permanecer fiel a Dios y para ser un testimonio para mi comunidad, mis amigos y mis vecinos.
Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Catherine Anthony Boldeau es escritora independiente y especialista en relaciones públicas. También es una de las directoras de Vision Solutions, una compañía cristiana de soluciones empresariales. Actualmente, estudia una maestría en escritura creativa con especialización en memorias y obras de no ficción.
Referencias: 1. Creencias fundamentales, No. 23, la cursiva es nuestra. 2. El hogar cristiano, p. 26.
Nota: Versión corregida y re formateada, de la originalmente publicada por Ojo Adventista, el 26 de diciembre de 2008.
• Creencias Fundamentales Nº23 / El matrimonio y la familia
El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén y confirmado por Jesús, para que fuera una unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en amante compañerismo. Para el cristiano, el matrimonio es un compromiso con Dios y con su cónyuge, y este paso solo debiera ser dado por personas que participan de la misma fe. El amor mutuo, el respeto y la responsabilidad son la trama y la urdimbre de esta relación, que debe reflejar el amor, la santidad, la intimidad y la perdurabilidad que existe de la relación entre Cristo y su iglesia. Respecto del divorcio, Jesús enseñó que la persona que se divorcia, –a menos que sea por causa de fornicación– y se casa con otra, comete adulterio. Aunque algunas relaciones familiares están lejos de ser ideales, si ambas partes se consagran plenamente el uno al otro en Cristo, pueden lograr una amorosa unidad, gracias a la dirección del Espíritu y al amante cuidado de la iglesia. Dios bendice la familia y es su propósito que sus miembros se ayuden mutuamente hasta alcanzar la plena madurez. Los padres deben criar a sus hijos para que amen y obedezcan al Señor. Mediante el precepto y el ejemplo tienen que enseñarles que Cristo disciplina con amor, que es siempre tierno, que se preocupa por sus criaturas y que quiere que lleguen a ser miembros de su cuerpo, la familia de Dios. El creciente acercamiento familiar es uno de los rasgos distintivos del último mensaje evangélico. (Gén. 2:18-25; Mat. 19:3-9; Juan 2:1-11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; Mat. 5:31, 32; Mar. 10:11, 12; Luc. 16:18; 1 Cor. 7:10, 11; Éxo. 20:12; Efe. 6:1-4; Deut. 6:5-9; Prov. 22:6; Mal. 4:5, 6).
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